Una pausa para Carla

En unos Juegos Olímpicos engullimos emociones ajenas a tal velocidad que no nos da tiempo ni a hacer la digestión. Es normal. Lo tenemos todo al alcance de un botón del mando a distancia y saltamos de la alegría a la pena sin pestañear. El adiós de Carla Suárez se merece una pausa, un momento, un darnos cuenta. Con 32 años volver a jugar al tenis y despedirse eligiendo dónde y con quién se convirtió en una de sus motivaciones mientras recibía tratamiento de quimioterapia y radioterapia por el linfoma de Hodgkin que le detectaron en septiembre de 2020. Pero el tratamiento que la ayudó a recuperarse del cáncer deja secuelas físicas imposibles de ignorar para una deportista de élite. Carla Suárez iba pasando rondas y admitía con naturalidad que lo estaba pasando mal, que estaba sufriendo, que le dolía el cuerpo, que ya no se recuperaba como antes, que le faltaba la respiración o le dolía el pecho. Su esfuerzo ha sido conmovedor, su ejemplo, grandioso. Y lo amargo no ha sido la derrota, sino verla tan acongojada por jugar su último partido de dobles con su amiga Garbiñe Muguruza.

Las lágrimas de ambas, incapaces casi de articular palabra ante el micrófono, son ya uno de esos momentos que no olvidaremos de los Juegos de Tokio. Ojalá sean conscientes del cariño con el que las miramos, de lo bonito que ha sido verlas. Ojalá que Carla Suárez sepa que la ovación con la que la despidieron en Wimbledon se habría quedado pequeña en comparación a la que se merecía ahora. Que lo ha conseguido, que ha triunfado a lo grande porque ha estado a pesar de los pesares, los dolores y las fatigas. Y que esa es una buena manera de decir adiós tras haber participado en cuatro Juegos Olímpicos.

«La Carla de antes ya no existe», se lamentaba, pero hemos sido testigos de una mejor. De la que iba con las emociones a flor de piel y nos ha puesto los pelos de punta por su colosal esfuerzo y su amor al deporte. Y que por eso, y no por una medalla, es por lo que la recordaremos siempre.

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